cuando recuerdo
Cuando era niña, mis padres y yo visitábamos a mis abuelos en México frecuentemente. Nos quedábamos en la casa de la familia de mi papá en Duranes de Enmedio, Guanajuato, que había estado allí desde que su familia tiene memoria. Es una casa ubicada en un terreno que se ha transmitido de generación en generación, un lugar donde mi familia siempre ha vivido. Recuerdo mi tiempo allí con mucho cariño, el olor de la cocina de mi abuela, siempre activa siempre cocinando, el sonido de mi abuelo trabajando el ganado, cerdos, gallinas, toros, vacas, el olor del café en las mañanas y tardes, los sonidos de la máquina de coser de mi abuela, la sensación de todas las diferentes texturas escondidas dentro de toda la ropa y los textiles que estaban apilados a ambos lados de su área de trabajo, la libertad de poder correr afuera sin la pesadez constante de la mirada sobreprotectora de mis padres, la olor a tierra, la tierra mojada después de una fuerte lluvia, el sonido de mis zapatos mientras bajaba corriendo la colina, el tacto frío de una puerta de hierro cuando entraba en la casa.
Entrar nunca fue una pregunta, no tocaba la puerta, no esperaba a que me dieran permiso, simplemente entraba. Las familias que vivían en nuestro rancho estaban todas conectadas, no siempre por sangre, no siempre por matrimonio; estaban conectadas a través de las circunstancias. La circunstancia de haber nacido en este lugar, en este momento. La circunstancia de no poder salir pero no poder quedarse. Esta conexión de circunstancias proporcionó una seguridad que ya no existe. La seguridad de poder simplemente entrar, como si este lugar también fuera tuyo, como si esta familia también fuera tuya, como si siempre existieras aquí.